Adolescencia: cuando los chicos gritan en silencio. Una mirada desde el coaching y la comunicación.

Acompañar adolescentes con dignidad es uno de los desafíos más profundos —y necesarios— que enfrentamos como adultos. La serie Adolescencia nos confronta con esa urgencia: adolescentes que buscan sentido, y adultos que, muchas veces, no sabemos cómo estar presentes sin juzgar, sin retirarnos ni confundir libertad con abandono. Este artículo no es solo un análisis de una historia, es una invitación a revisar cómo nos relacionamos entre generaciones.

La serie Adolescencia, recientemente estrenada en Netflix, es tan realista como desgarradora. Impacta por su crudeza: un niño de 13 años es acusado de un delito gravísimo. Una serie que nos interpela a mirar lo que muchas veces elegimos subestimar: la soledad, la desconexión y la fragilidad emocional de muchos chicos que atraviesan su adolescencia en un mundo que no siempre los contiene.

El detonante del conflicto en Adolescencia no viene del consumo de sustancias ni de un entorno violento en términos clásicos. Lo que moviliza la historia es más sigiloso, más íntimo… y muy actual: la vergüenza como motor silencioso. La vergüenza profunda de un adolescente que se siente expuesto y traicionado en el único espacio donde creía pertenecer. Cuando no hay adultos disponibles para acompañar ese dolor, la identidad tambalea, y el vacío se vuelve intolerable. Por eso, sin riesgo a spoilear… una pregunta sobrevuela los 4 capítulos: ¿los padres son responsables?

Desde la mirada del coaching y la comunicación, esta historia no es solo un caso policial ni una narrativa de suspenso. Es una radiografía emocional de al menos dos generaciones: los adolescentes que buscan descubrir su identidad, sentido de pertenencia y al mismo tiempo autonomía; y los adultos que intentamos acompañarlos —a veces sin herramientas, otras desde nuestras propias heridas no resueltas.  Porque lo que muestra Adolescencia no es solo una crisis individual o de una etapa vital, sino un diálogo (o su ausencia) entre dos generaciones que coexisten, se afectan y se reflejan mutuamente: padres e hijos, adultos y adolescentes.

Y como adultos —padres, educadores, líderes, comunicadores, coaches— tenemos una pregunta urgente que hacernos: ¿dónde estamos cuando más nos necesitan?

Jamie, el protagonista, está rodeado de adultos: una madre ocupada, un padre ausente, una escuela estructurada y que por momentos parece desbordada y vencida por los nuevos tiempos. Pero nadie lo ve. Nadie le pregunta, desde el corazón: ¿Qué necesitás? ¿Qué te pasa?

En coaching sabemos que ser escuchado con presencia es un acto de validación profunda. Acompañar a un joven no es corregirlo, es sostenerlo mientras se descubre. Es bancarlo en todo ese volcán de emociones que acompañan la transformación de un niño hacia su ser adulto. Cuando esa escucha no está, el dolor se acumula, se endurece… y a veces explota. El acto violento no nace de la maldad, sino del dolor no expresado. Jamie no puede ponerle palabras a lo que siente.

Nuestro mayor desafío como padres y adultos es generar un ámbito de plena confianza, donde la conversación sincera sea la gran protagonista de nuestros vínculos. Especialmente los familiares. Porque la conversación auténtica —la que no juzga, la que pregunta, la que escucha— es la que da forma a una red de sentido que sostiene incluso en los momentos más oscuros. En pocas palabras, la que nos permite acompañar a nuestros adolescentes con dignidad.

Como comunicadora, no puedo dejar de preguntarme: ¿Qué mensajes reciben los jóvenes hoy? ¿Qué narrativas ofrecemos los comunicadores, los medios, las redes sociales, los influencers? ¿Qué modelos de éxito, de vínculo, de identidad de género se promueven?

En un ecosistema saturado de estímulos, el silencio adulto y la desconexión emocional son el caldo de cultivo perfecto para que otros discursos —más rápidos, más extremos, más seductores— ocupen ese lugar (y ninguna generación está exenta de este riesgo).

La comunicación tiene el poder de construir identidad, pertenencia, futuro. Pero también puede amplificar el vacío, la violencia, la frustración. Por eso, hoy más que nunca, necesitamos mensajes responsables, narrativas que incluyan, que habiliten la vulnerabilidad, que conecten con lo humano. Y lo más importante, abrir espacios de conexión autentica, constructiva, amorosa.

La misión del coach: acompañar a los adultos en el descubrimiento de su propio poder

Es importante tener en cuenta que en general los coaches no trabajamos directamente con niños o adolescentes. Lo más común es trabajar con los padres, madres o adultos responsables para, en casos familiares, acompañarlos a conectarse con lo que significa educar en este tiempo tan complejo, a revisar sus propias creencias limitantes, y a recuperar la seguridad interior necesaria para transmitir valores, sostener límites y estar presentes.

El verdadero poder no se transfiere, se descubre. Por eso, el coaching no consiste en empoderar a otros, sino en crear el espacio para que cada persona pueda reconectarse con su fuerza interna y desplegarla con autenticidad.  En el caso de los padres, madres y adultos que acompañan a adolescentes, ese proceso puede ser transformador: implica revisar prejuicios, resignificar miedos, y recuperar la seguridad interior necesaria para guiar, contener y sostener.

La serie muestra cómo Jamie encuentra pertenencia en comunidades online que influyen sobre su identidad. ¿Por qué lo seduce ese mundo? Porque en el real se siente invisible. Desde el coaching trabajamos para que cada persona pueda responder la pregunta esencial: ¿Quién soy más allá de lo que el entorno me impone? Los adolescentes necesitan espacios donde explorar su identidad con libertad, sin caer en la trampa de los discursos extremos que llenan el vacío con odio. Desde el coaching podemos ayudar a los adultos a generar esos espacios superando sus propios miedos.

A veces, en nombre del respeto o la libertad, los padres caemos en un error sutil pero peligroso: creer que dejar que el adolescente “haga su camino solo” es una forma de empoderarlo. Pero empoderar no es soltar sin rumbo. Empoderar es ofrecer herramientas, límites amorosos y una presencia constante que habilite el descubrimiento del propio Ser. Es ofrecerles esas herramientas necesarias para acompañar a los adolescentes con dignidad.

Nuestro desafío es explicarles que no se trata de imitar a “la manada” para ser aceptado, ni de perderse en un laberinto de deseos ajenos. La primera dignidad es hacia uno mismo, y eso también se aprende. Los jóvenes necesitan saber que tienen derecho a elegir su propia manada, a construir su propia tribu, y que no están solos en ese proceso.

También puede ocurrir que, en ese camino, aparezca una confusión dolorosa: el miedo a perder el cariño de un hijo puede llevarnos a evitar los conflictos, a callar, a soltar… Pero lo que a veces se presenta como respeto a su libertad, en realidad es una forma de desentenderse. Lo que parece confianza, puede sentirse como indiferencia, incluso abandono.  Una trampa involuntaria en la que los padres terminamos delegando en los hijos decisiones para las que aún no están preparados. Y en esa zona gris, el adolescente no solo se siente más solo, sino también más cargado de responsabilidades que no le corresponden todavía.

Empoderar a los padres no es darles fórmulas, es ofrecerles espacio, preguntas, recursos y contención. Porque el acompañamiento empieza por casa. Y un adulto que se conoce y se fortalece, tiene más capacidad para sostener a sus hijos con amor, confianza y respeto.

El vacío, el sentido y el amor como respuesta

Hay algo que todos compartimos, aunque lo vivamos de formas distintas: el vacío existencial. Esa sensación de “no sé quién soy, ni para qué estoy acá”, que a veces aparece en la adultez, en la adolescencia irrumpe con fuerza por primera vez. Es un tiempo en el que la construcción de sentido empieza a ser propia, no prestada.

Y en ese proceso, el amor —no el romántico, sino el esencial— cumple un rol irremplazable. El amor que dice: “Estás bien como sos. Estoy acá, aunque no sepas quién sos todavía. No tenés que ser perfecto para ser digno de compañía.”

Ese amor no resuelve el vacío, pero lo hace habitable. Y cuando un adolescente no lo encuentra, puede buscar su pertenencia en cualquier parte… incluso en espacios más oscuros.

Como coaches, como comunicadores y como adultos, tenemos la posibilidad de ser portadores de ese amor con forma de presencia, con forma de palabra justa, de mirada sin juicio, de refugio emocional.

Adolescencia nos duele porque nos confronta. Pero también puede despertarnos. Como adultos que deseamos un futuro más humano, tenemos un rol que no podemos delegar: escuchar, acompañar, crear puentes, sostener el crecimiento con presencia y palabra.

Las juventudes no necesitan sermones. Necesitan tiempo, confianza, coherencia… y alguien que esté ahí, aun cuando no saben cómo decir lo que les pasa.

¿Un caso inglés o una advertencia universal?

Aunque la serie está ambientada en Inglaterra y refleja características propias de esa sociedad —una cultura emocionalmente contenida, vínculos familiares más distantes, alta exposición digital—, su mensaje trasciende fronteras.

Parecería que en América Latina vivimos las emociones con más intensidad, estamos más presentes físicamente en la vida de nuestros hijos, y aún sostenemos valores familiares muy fuertes. Pero eso no nos vuelve inmunes, solo cambia la forma en que se manifiestan los conflictos.

La cercanía física no siempre garantiza una conexión emocional. En entornos latinos, los chicos pueden sentirse igual de solos, aunque estén rodeados de gente. Por eso, mirar esta serie desde nuestra realidad no es exagerado: es necesario.

De hecho, y de acuerdo a información publicada por Infobae, a partir de esta semana (8 de Abril 2025), las escuelas de la Ciudad de Buenos Aires podrán utilizar la serie en sus aulas con fines educativos, tras la autorización de Netflix para su distribución en el ámbito escolar. La ministra de Educación de la ciudad, Mercedes Miguel, señaló que esta iniciativa busca abrir un espacio donde los estudiantes puedan abordar temas complejos como la salud mental, las relaciones interpersonales y los desafíos emocionales que enfrentan en su vida cotidiana.

Una medida que ya fue adoptada por el gobierno británico. El primer ministro británico, Keir Starmer, expresó su respaldo a la propuesta, destacando que Adolescencia “es una herramienta útil para abrir diálogos entre jóvenes y adultos sobre los retos contemporáneos que enfrentan los adolescentes.” (Infobae). Allí, la serie será distribuida a través de plataformas educativas y acompañada de guías para docentes, padres y cuidadores.

¿Y nosotros, los adultos? Preguntas que pueden incomodar… y transformar

Desde la mirada del coaching, los cambios comienzan con preguntas poderosas. Preguntas que nos sacan del piloto automático y nos invitan a mirar con más honestidad.

Si sos madre, padre, docente o adulto significativo en la vida de un joven, te propongo algunas preguntas para abrir la conversación interna:

👉 ¿Cuánto sé, de verdad, sobre el mundo interior de mi hijo/a?
👉 ¿Lo/a conozco por lo que es… o por lo que espero que sea?
👉 ¿Cuándo fue la última vez que me senté a escucharlo/a sin corregir, sin interpretar, sin aconsejar… solo estando?
👉 ¿Qué valores transmito —consciente o inconscientemente— sobre la responsabilidad, la honestidad, el éxito, el error, la tristeza, el enojo?
👉 ¿Qué lugar tienen el silencio, el aburrimiento y la frustración en nuestra casa?

👉¿Sabemos reconocer errores, pedir perdón, reparar?
👉 ¿Qué redes conversacionales estoy construyendo para que pueda sentirse sostenido/a cuando algo duela?
👉 ¿Qué decisiones tomo (y cuáles evito) respecto al futuro de mi hijo/a? ¿Desde qué lugar las tomo? ¿Me dejo llevar por las modas? ¿Soy auténtico/a?
👉 ¿Cómo vivo el vínculo con mi hijo/a? ¿Me siento culpable? ¿Intento reparar mis ausencias con regalos o permisos que no responden a sus necesidades reales? ¿Estoy presente desde el amor, o compensando desde la culpa?
👉 ¿Cómo visualizo y construyo el bienestar emocional de mi hogar?
👉 ¿En casa hay lugar para el juego, las risas, el humor sano y la diversión, incluso en medio de los desafíos o situaciones complejas?
👉 ¿Qué lugar ocupan Dios y la espiritualidad en nuestra familia?

La dignidad como punto de partida y de llegada

En definitiva, acompañar a un adolescente no es moldearlo, ni soltarlo: es conectarlo con su dignidad cuando aún no sabe cómo habitarla. Es sostenerle el espejo cuando duda de su valor, y enseñarle —con el ejemplo— que ser uno mismo, con verdad, con límites y con amor, es un camino que se aprende, y que se elige todos los días.

Y también, como adultos, necesitamos reconectar con nuestra propia dignidad. Porque solo desde ahí —desde un vínculo con nosotros mismos que sea honesto y compasivo— podemos estar disponibles para los demás.

La dignidad no es un premio que se gana ni una pose que se imita. Es la certeza silenciosa de que merecemos ser tratados con respeto… y de que también tenemos la responsabilidad de tratar así a los otros.

Y si en el hogar, en la escuela o en la comunidad logramos sostener ese principio como base de todos los vínculos, entonces habremos hecho mucho más que educar: habremos cultivado humanidad respetando lo más sagrado que todos llevamos dentro, ¡nuestra propia dignidad!

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